lunes, 28 de septiembre de 2009

Tupungato

Bajaba el sol y subía el malestar en algún sucucho escondido de Tupungato. Lucho ya se bajaba su tercer Campari cuando Emilio entra a los gritos, fiel a su costumbre de saludar animosamente a los camareros que ya saben qué trago prepararle, en tanto gira sobre sí mismo para asegurarse de que nadie haya tenido el placer de ignorarlo. Entonces, ve que Lucho permanece inalterado, mirando si el empedrado de la calle está igual que ayer, o algo por el estilo.
-"Te noto constipado, Lucho, ¿pasó algo?"
-"Ya sabes qué pasa chino, lo de siempre"
-"Ah, eso, claro... ¿Faltan tres días nomás no?"
-"Si, ya no aguanto más...” y, al decir esto, hizo el clásico gesto y otra copa sobre su mesa.
-"Mirá, es la ley de la naturaleza. No es que realmente estemos haciendo algo malo. La gente se divierte, ellos no salen lastimados y hacen lo que su instinto les guía..."
Pero Lucho permaneció callado, con esa mirada que resume los diálogos de ayer y anteayer, pero como el chino parecía decidido a quedarse estacado hasta que le responda algo, y porque, además, le tenía estima como para dejarlo con esa mirada de cachorro sin juguete, le dijo:
-"No se trata de eso. Realmente no me molestaría incluso si se mueren. El hecho es que ellos van a perseguir igual la carroza del desfile, es su instinto y son fieles a eso. En cambio, nosotros, ¿Qué necesidad tenemos de celebrar que un fulano que ni conocimos haya puesto un trapo en la cima de quien sabe qué montaña y, gracias a eso, nuestros hijos dibujen un milímetro más de nuestro mapa? No somos fieles a nada, y, por eso, tenemos el descaro de apostar cuántos perros van a terminar pisados por el desfile cada año" y, a continuación, otro gesto hacia el mozo pero esta vez con menos jugo y más alcohol.
-"No sé, macho, seguro tenés razón sobre el desfile, pero yo si soy fiel a algo es a mi familia y esto me da una chance de juntar plata para mantenerla". Esta vez, la respuesta de Lucho fue extraña, su primera sonrisa en días, esa mueca del timbero que sabe arreglada su pelea. El chino aprovechó esto para cambiar de tema, y después que el chinito y la escuela y un gin tonic y que mañana sería otro día.

No es una verdad revelada que si hay algo en lo que no hay suerte es en los juegos de azar, y ningún paisano se tomaba el atrevimiento de dejar que la dama de la fortuna decida el destino de su sueldo, que ya bastante bajo era con el tema de las retenciones y la pindonga. Por eso todas las familias criaban perros a escondidas para hacer apuestas altas, mientras que otros, mas vagos, preferían criar gatos e ir por las bajas, ya que estos disminuían radicalmente el número de canes atraídos hacia el desfile (Don Zoilo y su proeza de ganar hace cinco años asegurando que ningún perro sería atropellado motivaban a estos últimos). Nunca nadie se animó a criar ratas, iba contra la tradición y a favor de las enfermedades. Éstas y otras tramollas eran practicadas y perfeccionadas año a año, aunque si preguntan en la esquina, nadie lo admitiría.

Suena difícil encontrar un horario adecuado para las festividades entre las comidas y el fuerte sol cuyano, pero este desfile en particular es de los que hacen que nadie tenga problemas en abandonar la siesta. Lo más curioso es cómo en cada nueva celebración se las ingenian para que la carroza tenga un monte más alto y difícil de escalar que el anterior, y como el acto central se acompaña de un discurso en el cual el prócer tupungatino aparentemente fue el principal responsable de la independencia argentina (ningún historiador osaría contar esto y desmitificar a San Martín, decían durante el discurso). En realidad, nunca queda muy claro qué hizo nuestro amigo alpinista, porque a medida que progresa el discurso la expectativa se redirecciona con rapidez hacia el cruce de la calle Libertador y Sarmiento por donde llegan los estruendosos ladridos que musicalizan los oídos del pueblo. Pero algo raro pasó esa tarde, pareciera que la orquesta se confundió de partitura porque lo que comenzó a escucharse fueron unos maullidos del demonio y todos se empezaron a preguntar que cómo que porqué cuándo pero la realidad era que esos felinos persiguieron los neumáticos y quedaron atrapados debajo de la carroza con placer mientras los perros los miraron de lejos con el rabo entre las patas. La reacción ante tan antinatural espectáculo fue una huida despavorida, ya sea por el advenimiento de la luz mala o por mera imitación del caos. Solo quedó un solitario Lucho sentado al costado con un mate cocido, una sonrisa y esa mueca del timbero que sabe arreglada su pelea.

Lafran

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