miércoles, 21 de octubre de 2009

Comunicación

04/09/2009

Comunicación
Yo cantaba, ¡qué feliz que era! La liberación arriba del escenario con el acompañamiento de la banda, la mutua entrega absoluta con el público, los lugares que conocí gracias a la música. Y a la par, mi otra pasión, mis días de radio. La enorme variedad de personajes y actos que desenvolvía delante del micrófono eran los pequeños “yoes” que, me di cuenta, constituyen mi ser y me producía una enorme alegría.
Hacía lo que siempre había querido, agradecido eternamente a la vida y a mi público. No fue fácil, claro, horas y horas de arduo entrenamiento con mi herramienta principal de trabajo, mi preciada voz.
¡Qué mano oscura me jugó el destino!, esa noche primaveral en una casa de comidas típicas en Flores. “Empanadas de carne, bien picantitas, eh”, le había indicado al mozo, quien me las trajo 15 minutos luego con una infernal actitud servil. El contacto con la carne, que siempre se espera precioso, fue fatal. La quemadura que me produjo tanta concentración calórica, sumado al picantísimo ají, arruinó mis cuerdas vocales.
Todavía hoy, como acto reflejo de aquél trágico hecho, bebo litros y litros de cerveza helada que intentan calmar mi dolor. Nada pudieron hacer los cirujanos, mi carrera vocal cayó por la pendiente, como niño que se lanzó de cabeza por un tobogán, se estrelló y se rompió los dientes. Sólo el lápiz y el papel quedaron conmigo, por eso escribo.


Juan Ignacio Domínguez.





No hay comentarios:

Publicar un comentario