sábado, 21 de noviembre de 2009

Una casa recién nacida, con el olor de lo nuevo y la espacialidad de ese día único. Así empieza su primavera: con un sol tibio entrando tímidamente por sus ventanas, pintando las paredes de un pálido ocre. Un balcón se va llenando de vida que comienza a asomar.

Los rayos del primer día de verano doran la casa, muy brillante. Algunas veces llega la lluvia a aplacar el calor. Las plantas ya están todas en flor, abriéndose rosas, violetas, naranjas y rojas, atrapadas entre hojas de todos los verdes. Las ventanas están siempre abiertas: la casa respira. Es joven y disfruta de sus días de cielo celeste y de la brisa nocturna.

De a poco se acerca el otoño. Las flores van desapareciendo, el verde de las hojas se desvanece. Más tarde se endurecen, se agrietan y, amarillentas, caen. Las ventanas, a medio abrir, dejan entrar menos aire y el sol, cada vez más lejos, esquiva las paredes que comienzan a ensombrecerse.


En la casa se oyen menos voces. Las que quedan hablan cada día menos.


El invierno llegó. Las plantas se acurrucan y, ensimismadas, esperan... Las ventanas ya no se abren y en su mayoría están ocultas por largas y densas cortinas, para evitar el viento helado, las tormentas; para evitarlo todo. Al pequeño sol ya no le es posible entrar. La casa está a oscuras, toda gris y en silencio. El invierno se instaló.


Allí ya nadie habla.


Naty. (Moro)


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