lunes, 2 de noviembre de 2009

Una tarde en la biblioteca


En realidad lo choqué porque no pude dejar de mirarlo: su altura estaba al borde de ser exagerada; su ropa mostraba, de manera descuidada, un cuerpo escuálido pero igualmente enérgico; sus movimientos lentos eran casi sensuales. Sin darme cuenta, todos sus libros estaban en el piso. Agradecida porque mi pelo larguísimo tapaba lo ruborizada que estaba, lo ayude a levantarlos rápidamente. Me fijé que él tenía muchos más volúmenes en sus brazos y le ofrecí llevárselos hasta alguna mesa. Me sonrió y comenzó a caminar hasta detenerse en una de esas clásicas mesas inclinadas, con sus clásicas lámparas verdes. No pude evitar que me llamara la atención ver escrito en un cuaderno, en letras enormes, un encabezado muy extraño. Al notarlo, sonrió orgulloso y dijo:

- Es el nombre del libro que estoy escribiendo, “La libertad, mi perro atropellado”- ante mi expresión atónita, siguió contando - Es una teorización mía: yo creo que si la libertad fuera un perro, estaría atropellado. Es triste, pero cierto, como dice James Hetfield. Y cada institución que nos rodea se asegura de darle una patada más al pobrecito animal.

- Perdón, sigo sin entender – me animé a responder. Sonrió como si estuviera esperando la oportunidad de explicarme. Y, mientras tocaba su enmarañado pelo constantemente, esto fue lo que dijo:

- Creo que una de las cosas más valiosas que tenemos es el intelecto. Y, al igual que Aristóteles, entiendo que con él podemos, por medio de la razón, sopesar los actos y decisiones para poder elegir entre la menos dañina y la más beneficiosa. Creo también que el razonamiento está muy desvalorizado hoy día, y que los individuos pululan por las ciudades sintiéndose ajenos a todo esfuerzo por cuestionarse, preguntarse a sí mismos por qué hacen una cosa y no la contraria, o por qué las cosas son así. Simplemente lo naturalizamos, hacemos de cuenta que las cosas están dadas, o creemos ciegamente que, en realidad, están dadas por algún ser celestial muy macabro que, en mi opinión, no es más que el opio de los pueblos.

- O sea que no crees en dios –solté.

- ¡Por supuesto que no! – Respondió, escandalizado – No hay pruebas empíricas de su existencia, y dejame decirte que, si existiese, es harto morboso como para dejar que ocurran tantas aberraciones… Sigo con el libro, ¿dale? – Continuó, sin esperar respuesta - Te decía que, al familiarizar y no interrogar la vida se nos pasa sin que evaluemos realmente cuanta razón tenemos en actuar de tal o cual modo, catalogamos como maldito o enfermo todo lo que no es como a nosotros nos parece que debería ser, y listo. Vivimos libres en teoría, pero en realidad encerrados dentro de nuestros prejuicios, naturalizaciones y clasificaciones sin mirar más allá, sin cuestionar las prácticas sociales que, día a día, conforman nuestra vida tal como la conocemos. La libertad es nuestra, si, pero en la medida que la hagamos nuestra, que sepamos de donde venimos, quiénes somos, adónde vamos y porqué.

- Me encantaría que me cuentes más, pero me tengo que ir - interrumpí; anoté mi celular en un papel, le di un rápido beso en la mejilla y me fui, con un torbellino de ideas extrañas dándome vuelta en la cabeza.



Antonella D'Alessio

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