domingo, 15 de noviembre de 2009

De un tiempo a esta parte estaba notando cambios en su comportamiento habitual. Sentía que ya no era el mismo de siempre: cualquier propuesta que vivenciara como un deber ponía en marcha un mecanismo automático que lo hacía escupir pretextos y justificaciones a quien fuera necesario. Era inevitable. Todos los días se preguntaba: ¿alguien más tendrá el no a flor de piel?

Cuando era más chico, la mayoría estaban relacionadas con las vueltas a casa tarde (o demasiado temprano) después de las salidas y culpar a todos los amigos fumadores frente a los gritos de mamá por el tremendo olor en la ropa. Otras tantas para zafar de la fecha límite de alguna tarea y no tenía recuerdos de haber rendido un examen el mismo día que había designado el profesor. Ya siendo más grande, había rechazado todos los trabajos que implicaban madrugar toda la semana (¿y cuál no?). Se daba cuenta de que dormir en cualquier transporte público se le había hecho un hábito desde que empezó a implementarlo para no darle el asiento a nadie. A esto le había agregado el detalle de los anteojos de sol, por si andaba distraído en el viaje y tenía que cerrar los ojos de golpe, ante la sorpresa de una viejita, una embarazada o cualquier otra persona que pudiera obligarlo a mostrar un poco de caballerosidad.

En el último año había reducido al máximo su vida social, excluyéndose de cualquier tipo de reunión, cumpleaños, charlas de ascensor (¡bendito sea el mp3!), responder al pedido de acompañar a un amigo a algún lugar y siempre barajando alguna de estas posibilidades: malestares o síntomas de alguna enfermedad terminal, trabajo excesivo (¿qué trabajo?), impostergables compromisos familiares, cumpleaños familiares, la muerte de familiares (nunca un tío había muerto tantas veces), “no, no estoy en casa este finde”, “me compré un perro y todavía no se queda solo, viste?” y la entrañable responsabilidad de la tecnología: “¡Te juro que nunca recibí el mail/sms!”. Llegó a imaginar que era capaz de discutir con el mismísimo San Pedro, en las puertas del cielo, interminables razones para no tener que entrar a vivir allí eternamente, si era lo que le tocaba en suerte (o en desgracia).

Poco a poco lo que deseaba cada vez que oía sonar su celular o que veía una cadena de mails en su casilla organizando una salida se había hecho realidad: todo eso dejó de pasar. Nadie lo llamaba, nadie lo tenía en cuenta; todos se habían olvidado de él. Fue entonces que creyó que había muerto un día, sin darse cuenta, que San Pedro lo había maldecido por creer que podía desafiar su autoridad, por lo que su alma en pena vagaba invisible en el mundo de los vivos. Creyó que para romper el maleficio sólo debía rezar sin pausa y en voz alta (muy, muy alta) cualquier oración, siempre mirando al suelo, porque ya no era digno de alzar la mirada. Y es así que desde hace meses anda encorvado, día y noche, vociferando padrenuestros, credos y avemarías en cada esquina de la ciudad.


Naty. (Moro)


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